lunes, 4 de mayo de 2009

El hombre viejo

Había una vez un hombre que vivía solo. Era muy viejo, no tenía familia y todos sus amigos habían muerto. El único que tenía por compañía era su perro, que lo ayudaba a caminar. Nunca había visto a su amiguito, pero le dijeron que era pastor alemán y que era negro con amarillo. Aun después de 20 años sin ver, el hombre viejo podía recordar el amarillo. Era el color de la felicidad y el sol y tenía el olor del verano. Y claro que sabía lo que era el negro, porque era el único que podía ver.
Los domingos eran sus días favoritos. Era el día en que las familias iban a caminar en el parque. Ese día siempre iba al parque y se sentaba en la banca. Escuchaba a las personas que pasaban, hablando de cosas insignificantes. Un día algo cayó justo a su lado de la banca. Lo cogió y sintió que era plano y redondo como un plato. Lo olió. El olor quemaba su nariz. Era el olor del fuego. Parecía que tenía en sus manos un “frisbee” rojo. Muy pronto vino un niño para pedirle su juguete. El hombre viejo se lo devolvió y escuchó los pasos del niño mientras se alejaba hasta que ya no los pudo distinguir del ruido de su alrededor. Después de unas horas empezó a llover y él y su perro regresaron a la casa. Allí el hombre viejo se sentó en su silla favorita y se puso a pensar en ese niño. Pensó en su vida y en qué se convertiría. Esperaba que fuera un hombre digno y que tuviera éxito. Se acordó de su niñez y de su familia. La sonrisa de su madre y las manos ásperas de su padre. Empezó a revivir toda su vida. Había sido una buena vida. No se dio cuenta pero el hombre viejo se había quedado dormido y nunca se volvió a despertar.

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